
Pierre Boileau & Thomas Narcejac: La que no existía (Las diabólicas)

La lectura de Manchette nos ha devuelto de nuevo a la que tal vez fuera la verdadera patria de nacimiento del género criminal, aunque sólo fuera porque las Memorias de Vidocq iluminaran la imaginación de Edgar Allan Poe, y aunque sea el primero en reconocer la deuda que este ha tenido con la literatura anglosajona durante la mayor parte de su historia. Pero Francia también fue la patria de Gaboriau, de Leblanc, de Leroux y también culturalmente de Simenon, un escritor aún imbatido por el número de novelas y libros vendidos.
Los franceses, vaya usted a saber por qué mecanismos lingüísticos para mí ignotos, llamaban polar al roman policier, y neopolar al intento de renovación manchetiano de los setenta: nouveau roman policier. Fueron los franceses quienes desde la editorial Galllimard, pilotada por Marcel Duhamel, inventaron la etiqueta de Série Noir, tal vez inspirado en el nombre de roman noir conque en Francia se conoció la la novela gótica romántica de Stevenson o Poe. Y fue mediante esta colección como se conoció en Europa (y en España) a los grandes escritores americanos de relatos de detectives y de gángsters. Por tanto los franceses han estado en el centro del guiso criminal desde el principio y hasta el final. Esa es una buena razón para regresar a ellos y quedarse una temporada en nuestro país vecino.
Hemos leído a Manchette, hemos podido apreciar su doble registro de escritor ácido o clásico, de narrador de historias de trasunto político y social y/o de personajes entregados a situaciones violentas no muy lejanas a los patrones del western y hemos descubierto una pequeña galaxia de escritores post-manchetianos: Pennac, François Villar, Jonquet, Daeninckx, Yasmina Khadra o Jakob Arjouni, que dejamos para leer más adelante… Pues bien, un poco antes que Manchette, desde los 40 y en los 50 y los 60, había una gran galaxia de escritores franceses que sobrevivieron a la fiebre del neopolar y resistieron su sesgo político manteniendo el género en sus pefiles clásicos. Los primeros después del monstruo llamado Simenon fueron la pareja de Pierre Boileau y Thomas Narcejac (éste en realidad, Pierre Ayrod). No es extraño que Narcejac iniciara su carrera con un ensayo literario, El caso Simenon (1950), en donde afrontó la difícil tarea de rescatar a un escritor incómodo por razones tan dispares como su éxito de ventas, su chulería machista o su sombría e ignorada colaboración con los ocupantes nazis de su país (Bélgica) debido a sus afinidades antisemitas… Asunto que explica su exilio a Estados Unidos justo en 1945. Separar persona de escritor era necesario para recuperar una obra digna de tener en cuenta.
Por otro lado, esa pareja de escritores tuvieron el acierto de una colaboración tan interesante como fértil. Casi cincuenta años y treinta y cinco novelas, algunas tan exitosas o notables como De entre los muertos o La que no existía, que sustanciaron películas de gran éxito como Las diabólicas del director francés Henri Clouzot o Vértigo de Alfred Hitchcock.
Lo cierto es que las tramas de Boileau-Narcejac tienden al thriller psicológico más que a la novela de detectives clásica o americana y exhiben un estilo literario que recuerda a la qualité balzaquiana, pero ¿acaso los americanos no habían trabajado en esa línea con resultados tan excelentes como los casos de Cornell Woolrich, alias William Irish, James Cain o Patricia Hightsmith? Pues esa es la línea de nuestros dos escritores y esa será la novela conque nos sumergiremos en su galaxia literaria en donde nos esperan nombres como Leo Malet, Jean Amila, Georges Arnaud, Boris Vian, Jose Giovanni o Patrick Modiano (éste por cierto, Premio Nobel en 2014). Nada a desestimar o pasar por alto en un club como el nuestro.
La novela que vamos a leer será justamente De entre los muertos (Sudores fríos en su última edición de RBA). Nuestro próximo club será el miércoles 25 de octubre a las 8,15 en Matisse (www.salamatisse.es), en la calle Campoamor, 60, Valencia, como siempre.
Alguna vez es también interesante seguir los planes trazados, y después del éxito de Maj Söjwall y Per Wahllöö y sus esforzados policías de Estocolmo (tan lejos del tópico y corrupto policía americano de los 30 y los 40) debemos quedarnos en Europa y echar un vistazo a lo que estaba empezando a pasar en España. Aquí, tras el franquismo, los policías iban a tardar unos cuantos años en aparecer como protagonistas de una novela criminal (o negra) pese al honrado intento de García Pavón de adaptar el género a la castiza realidad española del tardofranquismo. Y lo mismo iba a pasar en Francia e Italia, bien sea por la resaca del colaboracionismo o por la del fascismo. La Europa latina no se había reconciliado con sus fuerzas policiales.
Nuestro autor elegido, Manuel Vázquez Montalbán, es uno de los maestros del arte de escribir y de un género, el criminal, que personalmente jamás creyó que se escribiera en serio en España. Pero una cosa es lo que uno cree y otra lo que uno hace bien, mal que le pese. Supongo que Montalbán nunca tuvo intención de ser uno de esos escritores de novela policíaca, criminal o negra. Y no lo digo yo, lo dice él mismo refiriéndose a su invención de Carvalho en 1972: “Era una época bastante difícil, ya que el franquismo parecía eterno y teníamos la impresión de que nada cambiaría. Como fruto de esta sensación escribí Yo maté a Kennedy. Aquella novela refleja un mundo irreal que venía de la empanada mental que vivíamos. Allí cabía todo: poemas, textos de vanguardia, influencia del cómic y del cine… Era un maremágnum que reflejaba la descomposición de la novela que creíamos que estábamos viviendo”. (Entrevista de Xavier Moret, en EL PAÍS del 19/2/1997.) A fin de cuentas, por entonces, la literatura española andaba liada con ese tema de las vanguardias artísticas y la censura franquista, perdida en el sinsentido de su ridícula existencia: “Yo maté a Kennedy tenía que publicarse en Seix Barral, pero la censura se mostró implacable. Carlos Barral me aconsejó que la llevara a Planeta, que tenían más mano con la censura. Así lo hice y el único cambio que me impusieron fue el de sustituir ‘cuerpo’ por ‘carne’ cuando hablaba de una señora estupenda.” (Entrevista por Xavier Moret, en EL PAÍS del 19/2/1997.)
Y lo repite con la novela que tras la patochada de Yo maté a Kennedy, inicia su producción de narrativa criminal:Tatuaje: “A principios de los setenta vivíamos en una dictadura literaria: o escribías como Juan Benet o no eras nadie. A los jóvenes se les exigía que escribieran el Ulises. El resto eran subliteraturas. Un día, en plena euforia etílica con mi amigo José Batlló, nos burlábamos de la literatura de vanguardia y él me desafió a escribir una novela de guardias y ladrones. Acepté el reto y escribí Tatuaje en 15 días. La crítica la recibió fatal y me acusaron de lanzarme a un suicidio profesional, a una operación comercial. Hacer una novela de detectives en el rigor mortis de la cultura española de la época era horroroso. Para mí, sin embargo, era una novela experimental, ya que Carvalho no era un detective al uso. Vivía con una puta, quemaba libros, era ex comunista y ex agente de la CIA.” … “Yo maté a Kennedy no fue ningún éxito, ni Tatuaje…”(Entrevista de Xavier Moret, en EL PAÍS del 19/2/1997).
Por si no pecaba lo suficiente con todo ello (que le oí contar personalmente sin el más mínimo rubor), fue también guionista de la película Tatuaje basada en la novela, dirigida en 1976 por Bigas Luna e interpretada por Carlos Ballesteros en el papel de Carvalho, Pilar Velázquez en el papel de Charo y Mónica Randall en el papel de Teresa Marsé.
Aunque os envío estas dos novelas, Yo maté a Kennedy y Tatuaje, para aquellos que no las hayáis leído, por deferencia con los compañeros del Jordi que vienen a mi otro Club de Lectura en Matisse, os propongo que leamos una de las mejores novelas de la serie Carvalho: Los mares del Sur.
Todo ello el miércoles 17 de mayo.
Decía en nuestro anterior correo que nos iba haciendo falta un revulsivo, un escritor que no sea como esperamos y que nos cause o proporcione una sorpresa, y citaba a Horace Mccoy, a Cain, a Woolrich, y se me olvidó citar tal vez al que nos dio la mayor sorpresa, Charles Williams. Decía que también tendríamos que leer y conocer a escritores malos (malos en el sentido de malos escritores y/o de escritores “fachas”, valga la palabreja lo que valga). Y haberlos los hay: junto al Mickey Spillane y su Mike Hammer encontramos a Michel Avallone y su Ed Noon, y en los inmediatos 60 nos encontramos a escritores que se han librado de ese estigma casi de milagro, como sin ir más lejos le ocurrió a Chester Himes, padre de dos policías negros algo brutales y de gatillo fácil, Ataúd Jhonson y Sepulturero Jones, que hicieron nuestras delicias la temporada pasada. En realidad Himes se libró de ese estigma en Francia y España por ser negro (lo que le daba patente de corso de crítico social progresista), en EE.UU. fue absolutamente ignorado por la acidez de sus novelas (como Jim Thompson) y por no sumarse a los lloriqueos étnicos afroamericanos tan en boga a partir justamente de los 60.
Hay que reconocer que la primera novela de Spillane, Yo el jurado, es torpe y bastante insufrible, Un caso tortuoso se sostiene algo mejor, pero tampoco es ninguna joya. Pero es conveniente recordar un pequeño detalle: las novelas sólo pueden juzgarse como estructuras narrativas válidas o no, no como plataformas de valores morales o políticos encarnados en sus personajes, y si Spillane hubiera sabido construir sus personajes e historias como lo hizo Chester Himes, sería tan bueno como Chester Himes, o como Jim Thopsom, sin ir más lejos, cuya distancia con una visión brutal y pesimista de la sociedad y del ser humano, como la de Himes, es la del escéptico con la del nihilista.
Pues bien, Ed Mcbain (Salvatore Lombino, en realidad, que cambió su nombre como tantos para parecer más americano por el de Evan Hunter) es uno de esos escritores que van a dar un empujón clave a los cánones del género criminal americano, apartándolo de los tópicos del detective y del criminal (circunstancial o profesional) y arrimándolo a las comisarías de policía. Efectivamente, la decadencia del detective ya era manifiesta en Mccoy y Cain, y neta en Himes y Thompson, pese a los buenos oficios de McDonald y su simpático Archer. Justo es en este momento cuando Spillane sigue intentando mantener a esa figura detectivesca con el “duro” Mike Hammer, con un éxito de ventas que no ha sobrevivido al paso del tiempo. Mcbain con sus protagonistas corales de la comisaría del Distrito 87 dará el definitivo impulso para que la narrativa criminal americana se convierta de forma hegemónica en narrativa policial, y todavía más, incluso para que dos periodistas suecos que ya conocemos, Söjwall y Wahllöö, se inspiren en los personajes del distrito 87 para crear a su grupo de homicidios de Estocolmo, liderados por Martin Beck, al igual que el teniente Byrnes lidera a sus policías de la 87. Con Mcbain, las investigaciones policiales son auténticas investigaciones, los procedimientos forenses son auténticos procedimientos forenses y los criminales, auténticos criminales, de esos que se encuentran en cualquier gran ciudad americana. Y todo ello pese a que en la Europa del sur (e incluso en Francia) se vaya a seguir cultivando el género a base de alejarse de las comisarías todavía durante un par de décadas.
De alguna manera, Himes, Spillane, Thompson, Westakle y Mcbain, cada uno a su modo peculiar, han acabado con el reino de los detectives, tanto aristocráticos y elegantes, como con traje arrugado y botella del whisky en el cajón inferior de su mesa de despacho.
Ed Mcbain es también responsable de inspirar a una famosa serie americana de los 80, que marcó desde entonces las incontables series televisivas que han influido tanto en nuestras expectativas en esta materia de Bretaña que se pretende llamar novela negra. Me refiero a la inefable Canción Triste de Hill Street, en donde la realidad social y la grandeza y miseria humanas se colaban por todos los fotogramas. Vamos a leer su primera novela Odio (Cop Hater), aunque nunca está demás leer alguna posterior cuando todos los personajes han cuajado un poco mejor, como ocurre con Ojo con el sordo.