Emmanuel Carrère
[520 págs.] Anagrama, 2015.
Jamás me han despeinado lo más mínimo los premios a la hora de acercarme a un escritor (e incluso, en las letras hispanas, no ha sido extraño que me espantaran) pero en el caso de Carrère, procedente de la algo dormida literatura francesa, no pude evitar sentirme impresionado por la potencia de su libro anterior, Limonov, cuando tras leerlo reparé en su palmarés: el Premio Renaudot, el Premio de la Lengua Francesa 2011 y, en especial, el Prix des Prix 2011, que se elige entre las obras ganadoras de los ocho premios literarios franceses más importantes.
Lo que es seguro es que, con premios o sin ellos, Limonov me impactó hasta lo más profundo y en la forma en que sólo una novela hecha con cabeza y con las tripas es capaz de ser más real que la misma realidad. Eso es algo que sólo alguien que haya sido comunista en su juventud y que haya vivido la caída del socialismo real dentro y fuera de sus convicciones más íntimas, puede entender en toda su dimensión. Limonov es una monstruosidad resultado de la historia, y es una monstruosidad lógica dada la propia lógica monstruosa de la misma historia. Por eso transita el personaje desde la disidencia y la marginalidad intelectual hasta la más totalitaria nostalgia postsoviética…
Pero no es de Limonov de lo que quería hablar, sino de esa otra novela, El Reino (Premio Le Monde, también) que también arrastra una parte de mí más arcana, más primitiva, mi educación católica infantil, mi cultura católica generacional, mis católicas lecturas adolescentes desde Giovanni Papini hasta Graham Greene, o lo que es lo mismo, esos cimientos cristianos sobre los que en la primera juventud muchos edificamos aquellos primeros pisos comunistas y ateos antes de subir al ático del agnosticismo o del escepticismo (o de algún particular cóctel entre ambos). Como bien dice su prologuista: “…en esta obra monumental, casi diríamos épica y sin duda radical, aborda nada menos que la fe y los orígenes del cristianismo.
En sus páginas se entrecruzan dos tramas, dos tiempos: la propia vivencia del autor, que abraza la fe en un momento de crisis personal marcado por una compleja relación amorosa y el abuso del alcohol, y la historia de Pablo el Converso y de Lucas el Evangelista. Pablo que cae del caballo, tiene una iluminación mística y pasa de lapidador de cristianos a propagador de la nueva fe que transmuta todos los valores. Y Lucas que escribe la vida de Jesús y a partir del cual nos adentramos en los evangelios primigenios, tan diferentes al Apocalipsis de fuegos artificiales de Juan…”
Leer el Reino es un interesante ajuste de cuentas con esa visión borrosa y tranquilizadora con que nos manejamos a la hora de juzgar nuestras viejas creencias infantiles y enfrentarse con la tragedia de la falta de fe, o del conflicto entre dos fes, la fe en tu religión y la nueva fe en la ciencia que has abrazado (como es el caso del propio autor)… O más llanamente, la necesidad de enfrentarse a la realidad de que ninguna de ellas ha de salvarte de la incertidumbre. También es enfrentarse con algunas verdades crudas acerca de las auténticas raíces del cristianismo, que Carrère expone y conoce magistralmente… Abstenerse comecuras diplomados.